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domingo, mayo 22

El Tedeum de San Juan Bautista.

Ideas para el Te Deum de este miércoles. ¿Será posible que algún Monseñor lea esto y lo ponga en práctica?

Murillo: San Juan Bautista Niño

Había llegado el día de la fiesta patria. La ciudad amaneció teñida de celeste y blanca, en particular la avenida central, por la que pasarían el presidente de la república y su extensa comitiva, compuesta por casi todos los miembros del gabinete, gobernadores de provincias, senadores, diputados y otros empinados jerarcas del régimen.

El programa oficial marcaba como punto de partida de los festejos el Tedeum, que oficiaría el Ordinario del lugar con toda la pompa del caso. En la catedral estaba todo dispuesto para dar comienzo a la sagrada liturgia: el altar con su pulcro mantel blanco, las velas encendidas, el coro afiatado, los monaguillos revestidos, los arreglos florales embelleciendo el presbiterio y las naves, las luces encendidas a pleno para realzar el marco, y una numerosa caterva de chupamedias y genuflexos que aguardaba la llegada del presidente para hacerse notar y apuntarse algunos porotos a favor. Curiosamente, no había entre los presentes ningún católico.

Había, eso sí, numerosos “catolicoides”; pero el grueso de la concurrencia estaba compuesto por ateos, agnósticos, judíos, evangelistas, miembros de sectas esotéricas y otras hierbas por el estilo, entre las que se destacaban varias mujeres con la cabeza cubierta por pañuelos blancos que ocultaban la ideología azabache que bullía en sus respectivos cerebros. En fin, la catedral se había convertido en un extraño zoológico poblado por bípedos implumes de diversos pelajes.

El Obispo se encontraba en la sacristía, dándole los últimos retoques al sermón que pronunciaría ante las máximas autoridades de la nación. Prepararlo le costó varias noches en vela y un incesante mordisqueo de uñas. A pesar de estar disconforme con el gobierno, que era esencialmente anticristiano, consideraba inconveniente pronunciar en la ocasión palabras “políticamente incorrectas”, porque en la relación con los poderosos –según su criterio- había que ser muy moderado para no provocar reacciones contrarias. Por otra parte, cabe agregar que en el seminario “aggiornado” donde se formó le habían inculcado una gran devoción por la tolerancia, el pluralismo, la moderación y la democracia, y él había asimilado muy bien esas lecciones y obraba en consecuencia.

Mientras caminaba con paso nervioso de un lado a otro de la sacristía se decía: “Si a uno se le dispara el potro y en el galope les canta las cuarenta a los que ostentan el poder, corre el riesgo de terminar decapitado como San Juan Bautista. Indudablemente el Precursor obró desacertadamente, porque llevado por su ímpetu habló más de la cuenta y por eso terminó decapitado… ¡y sin cabeza no se puede evangelizar! De modo que yo debo medir mis palabras para no cometer el mismo error. Sería una pena que por decir la verdad me cortaran la cabeza a mí, que soy un joven prelado con todo un horizonte abierto al futuro. Equivaldría a truncar un porvenir halagüeño, que bien podría reportarle a la Iglesia una gloria inmarcesible…”

Con esa idea, el Obispo había preparado su sermón. Sería un caudaloso río de palabras sin una gota substancia, cosa de zafar airoso del compromiso que las circunstancias le imponían. Además, mecharía su vacua perorata con condescendientes loas a la democracia, sabiendo que eso les agradaría a los encumbrados oyentes.

Las campanas comenzaron a repicar anunciando el arribo de la comitiva  y la proximidad de la ceremonia. La banda municipal ejecutó una marcha de recepción. Le hubiera correspondido hacerlo a la banda del Ejército, pero ésta no pudo asistir por falta de personal y por tener las cornetas pinchadas y los tambores agujereados por culpa de la ministra de Defensa, que ese año -con el guiño tuerto del presidente- había desviado buena parte del magro presupuesto de las Fuerzas Armadas para costear los gastos de la universidad y la radio de las Madres de Plaza de Mayo, y al pago de indemnizaciones a los desaparecidos que gozaban de buena salud.

El presidente y la comitiva entraron a la Catedral con desgano. En realidad no les interesaba el Tedeum sino el acto masivo, político y no patriótico, que se realizaría después en la plaza, con la presencia de una muchedumbre arriada como borregos, atraída por el choripán, el tetra y la posibilidad de ligar un electrodoméstico de manos de algún puntero político.

Cada cual ocupó su respectivo lugar en los bancos, y aguardó el inicio de la ceremonia. Al empezar a emitir el órgano de tubos sus estruendosos acordes, el Obispo y los acólitos se dispusieron a iniciar la procesión de entrada. Pero en ese instante ocurrió algo increíble, que rompió todos los esquemas de lo imaginable y superó la capacidad de asombro de hasta el más pintado: abrióse violentamente la puerta de la sacristía que daba al jardín de la casa parroquial, y por ella apareció… ¡San Juan Bautista! Estaba revestido con una túnica de pelo de camello y un cinturón de cuero.

Su figura, imponente, vigorosa, enérgica; sus ojos llameantes. Se notaba la austeridad en cada uno de sus rasgos, que parecían tallados en piedra. Llevaba en su mano derecha un humilde cayado de pastor, que agitó en el aire amenazadoramente cuando abrió los labios para exclamar con una voz firme y perentoria que no admitía réplicas:

“¡Del Tedeum me hago cargo yo! ¡Y con vos, “obispillo”, hablaré después para aclarar los tantos sobre si se me escapó el potro y obré desacertadamente!”

Por toda respuesta, el “obispillo” se desmayó ipso facto cayendo redondamente al suelo, al tiempo que los acólitos, presas del terror, salían disparando a velocidad ultrasónica. Sin dudar un instante, Juan el Bautista se dirigió con paso firme al presbiterio para oficiar el Tedeum. Cuando lo vieron aparecer se escuchó un ¡Ooooooh! fenomenal, que tapó el estruendo del órgano y expresó claramente la mezcla de estupor, incredulidad y temor de los presentes al contemplar, con los ojos fuera de las órbitas, al inesperado personaje. La buena acústica del templo hizo que el ¡Ooooooh! se prolongara un largo rato, después del cual tronó la voz del Precursor que comenzaba su homilía:

“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Y al que no le guste, que se embrome: Infame pingüino estrábico que crucificas a la Argentina con tu pésimo gobierno. Bruja consorte, Kretina “la shoppinguera”. Hipócritas ministros del montoneril gabinete. Malgobernadores de las provincias. Raza de víboras del Senado y sepulcros blanqueados de la Cámara de Diputados. Jueces inicuos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Madres de los viles asesinos setentistas. Empresarios corruptos de toda laya. Nabos y nabas todos aquí presentes. Tenga ustedes el mal día que se merecen por ofender a Dios, traicionar a la patria y al pueblo, y no producir el fruto de una sincera conversión.

“Estamos reunidos en este recinto sagrado, presididos por Cristo Rey en el Sagrario y su Santísima Madre, representada en la imagen de la Inmaculada Concepción que aplasta la cabeza de vuestra amiga y socia la serpiente infernal, para conmemorar un nuevo aniversario de la Patria Argentina. ¡Gloria a este noble país amado por Dios y descuajeringado por ustedes! ¡Bendita su bandera que tiene los colores del manto de la bienaventurada Virgen María, y que ustedes manchan con su puerca conducta!

“¡Pero vayamos al grano! En principio me correspondería pronunciar una homilía alusiva al acontecimiento que celebramos, mas no lo haré porque sería gastar pólvora en chimangos, ya que a ustedes Dios y la Patria les importan un bledo, y lo que yo dijera les entraría por una oreja y les saldría por la otra. En resumidas cuentas, lo más conveniente en esta ocasión no es predicar un sermón sino hacer un exorcismo, para que salgan disparando las tropillas de diablos que cada uno de ustedes encierra en su alma, como se encierran los chanchos en los pútridos chiqueros de nuestros campos. Así que… ¡atajen el agua bendita, manga de sotretas, que ahí va!”…

Juan el Bautista empuñó un enorme hisopo repleto de agua bendita, y avanzando por el pasillo central del templo, comenzó a sacudirlo a diestra y siniestra empapando a los presentes. La reacción que se produjo fue verdaderamente infernal. El presidente, con tal de eludir la mojadura, se refugió debajo de un banco. Desde allí miraba aterrado al Precursor con su ojo sano, mientras el estrábico se le disparaba hacia cualquier parte, como de costumbre. La Bruja consorte, indignada, aulló al comprobar que un chorro le había salpicado la lujosa y costosísima cartera comprada la semana pasada en París. Ministros, senadores y diputados huían despavoridos, chocándose entre sí y emitiendo extraños sonidos guturales, semejantes a los de las bestias selváticas. En un momento dado, Juan el Bautista se topó cara a cara con el ministro de salud, que paralizado por el miedo no podía mover ni el dedo meñique y sólo atinaba a decir con un temblequeante hilo de voz: “¡Agua bendita no! ¡Agua bendita no! ¡Agua bendita no!” El Precursor lo atravesó con la mirada, y después de gritarle: “Herodes”, le lanzó un chorro que lo dejó completamente empapado. Las Madres de Plaza de Mayo, corriendo como bisontes en estampida, se dirigieron a la puerta de calle mascullando palabrotas, acusando al Precursor de represor y genocida y amenazándolo con denunciarlo ante “Página/12” y el “Perro” Verbitsky. Juan el Bautista, las amenazó con el hisopo, y eso bastó para que la piara se esfumara como por arte de magia.

Muy poco duró el impresionante espectáculo. Apenas un par de minutos bastó para que la catedral quedara vacía y envuelta en un silencio total. Juan el Bautista se arrodilló ante el Sagrario y permaneció allí un largo rato, sumido en profunda oración. Después se dirigió a la sacristía, donde el “obispillo” seguía tendido en el piso cuan largo era, y lo hizo volver en sí echándole el último chorro de agua bendita que quedaba en el hisopo. Al ver al Precursor amagó con desmayarse de nuevo, pero éste lo agarró por los hombros y lo sacudió enérgicamente, mientras le decía:

“Vamos, hombre, levántate. Y que Dios te muestre interiormente lo que aquí sucedió cuando estabas desmayado, así aprendes la lección. En tu dedo anular llevas un anillo que simboliza tu desposorio con la Iglesia. Tu fidelidad es para con Ella y no para con la democracia. Un Obispo cabal se sabe heraldo y pregonero de la Verdad y la predica a tiempo y a destiempo, sin medir las consecuencias. La moderación “equilibrista” y las actitudes “políticamente correctas” son indignas de un apóstol de Jesucristo. Revelan cobardía, y la cobardía revela falta de fe, y la falta de fe impide el reinado de Cristo en las almas y en los pueblos. Bien vale la pena que te corten la cabeza por cantarles las cuarenta a los enemigos de Dios y de la Patria. Yo lo hice y sigo evangelizando después de dos mil años. ¿Quién te dijo que no se puede evangelizar sin cabeza? ¿Acaso el testimonio de mi martirio no es un modo eminente de evangelización, que perdura en los siglos y alcanza la eternidad? No seas sofista, “obispillo”. Te aseguro que se evangeliza mejor decapitado que teniendo una cabeza de marmota democrática”.

Después de semejante filípica, Juan el Bautista tomó su cayado y se diluyó en el aire. Al día siguiente, los diarios del país y del mundo dieron cuenta de lo sucedido con enormes titulares que desbordaban las primeras planas. Los informativos radiales y televisivos no hablaban de otra cosa. La noticia llegó al Vaticano y el Papa, ante una nube de periodistas ansiosos, hizo una corta declaración:

“De Dios no se ríe nadie, queridos hijos. La verdad tarde o temprano triunfa, la maldad recibe su merecido y la cobardía su paga. Hay tres valores supremos que debemos defender contra viento y marea: Dios, la Patria y la Familia. Lo demás son pamplinas. Juan el Bautista nos ha dado una gran lección. Si todos la pusiéramos en práctica el mundo cambiaría y conocería la felicidad de vivir bajo la supremacía de Cristo Rey. Reciban todos mi paternal bendición apostólica y… ¡manos a la obra!”

Y el mundo cambió. Un poco, porque desde el pecado original no se puede vivir en Jauja, ¡pero cambió! El presidente hizo penitencia. La bruja consorte se volvió más austera y menos tilinga. El “Forro” Ginés se convirtió en pro-vida. Las Madres de Plaza de Mayo repudiaron su ideología y se hicieron de la Liga de Madres de Familia. Ministros, gobernadores, senadores, diputados, jueces y empresarios descubrieron que tenían un alma que salvar y un pueblo al cual servir, y el “obispillo” se volvió valiente y ortodoxo como el que más.

Lo que ocurrió aquel día en la Argentina repercutió hondamente en todo el mundo, y no hubo país que no experimentara una sorprendente mejoría… Claro está que en ese momento me desperté y comprobé que todo había resultado ser solamente un bello sueño. Me entristecí bastante al caer en la cuenta, pero después me alegré pensando que a veces los sueños se convierten en realidad, y entonces me puse a silbar contento una melodía de esperanza.


El Tedeum de San Juan Bautista. En Revista Cabildo, Nº 68, Bs. As., septiembre-octubre de 2007, pp. 14-16.

Carlos V, o la salvación de la Cristiandad.



por Rosa Clara Elena Hernández

(fragmento)

Cada época tiene el santo, el héroe que necesita por providencia divina, que hace posible un equilibrio histórico, que compensa un desorden del mundo. ¿Qué hubiera sido de la Cristiandad sin San Francisco o San Bernardo, qué este pasado siglo sin un Padre Pío, que en sus llagas expiaba quizá mucho de la crisis destapada en la década del 60? Esta especie de equilibrio espiritual de la historia, que recae sobre algunos individuos, es una dialéctica más profunda y misteriosa que cualquier dialéctica histórica. ¿Cuál hubiera sido la historia, nos preguntamos, sin Carlos V?

Cuándo la reina Isabel la Católica supo que su nieto, Carlos, nacía el día de San Matías de aquel 1500, comentó: “la suerte cayó sobre San Matías”. Intuía que aquél niño que nacía en Gante, y cuya sangre era, como dice Ximénez de Sandoval, un cruce de caminos –trastámaras, austrias, borgoñeses-, tendría una misión enorme: la de salvar la Cristiandad. Lo que no sabía la reina era hasta qué punto el nieto sería español entre españoles, otro Quijote, como lo llama Menéndez Pidal.

La suerte cayó sobre San Matías. Pero Carlos V no es tan extraordinario por su misión en si, sino porque fue muy sencillo y fiel en llevarla a cabo, porque no escatimó nada de sí mismo en esa escalada que fue contener desde y con España a una Europa a punto de perder la fe católica en un escenario desolador: Lutero, Enrique VIII, Francisco I –cuya infidelidad llegó hasta ayudar al turco-, una Italia –y una Europa- herida por el Renacimiento, pontífices maniatados por presiones políticas, el enemigo de oriente. Y España sola... Como lo dijo Menéndez Pelayo, “en la lucha religiosa España bajó sola a la arena”. Pero bajó por una Austria y una Avís –Carlos e Isabel-, cuando a ningún monarca europeo le interesaba como a ellos luchar por la fe, cuando ninguno ponía por principio de su vida y su gobierno amar a Dios. Y este triste hecho se reflejaría nítidamente en la famosa batalla de Lepanto, cuando la España de Felipe II, igual que con Carlos V, descendía casi en solitario a pelear una batalla que ganó providencialmente. Y es el mismo Menéndez Pelayo quien retrata mejor aquella misión única, que consistía en “salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa Occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cintura, y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno de los que le arrebataba la herejía”. Porque, gracias a Dios, del otro lado del Atlántico una generación de hombres llenos de un coraje y una fe insólita, levantaban iglesias e iban construyendo, con ese magnífico cuerpo de leyes de la pluma del mismo Emperador, otra España.

La Cristiandad perpleja.

El panorama de somnolencia y pusilanimidad de los monarcas europeos del XVI lo pintaría Chesterton con pocas pinceladas, en uno de sus magníficos poemas, Lepanto:

La fría reina de Inglaterra se contempla en su espejo
La sombra del Valois está bostezando en la Misa
Como desde fantásticas islas crepusculares retumban los cañones de España (...)
Sólo un príncipe sin corona, se ha levantado de un trono sin nombre (...)
El último caballero de Europa toma las armas (...).
Don Juan de Austria va a la guerra.

Pusilanimidad, deseo de poder, tibieza religiosa que venía ya desde el Renacimiento, y que fue definida por el emperador como “la Cristiandad perpleja”.

La diferencia entre Carlos V y sus coetáneos es que la línea de pensamiento  de acción del emperador nunca cambia, siempre tiene por delante el mismo objetivo: “guerra al infiel, paz y concordia entre las naciones cristianas, erradicar la herejía, convocar el Concilio de Trento, hacer católicas las Indias”, mientras el resto de los monarcas y el papado varían de conducta. De ahí que los monarcas aliados de turno del emperador tengan en jaque los movimientos de éste. España y Carlos V, solos y pertinaces. Las páginas de las sucesivas Instrucciones a Felipe, los discursos, las cartas, las Memorias están engarzadas por las mismas ideas que no logran fraguarse en la Europa del emperador; son una escuela de perseverancia...

¿Qué hubiera pasado, entonces, sin el emperador? Las naciones que aún continuaban siendo católicas hubieran sido absorbidas o por el protestante o por el turco. Porque el rey francés, Francisco I, que no dudó en aliarse con Barbarroja –excelentemente retratado por el hispanista francés Jean Dumont-, amagó, emulando a Enrique VIII, constituir en Francia una Iglesia Nacional; mientras tanto Lutero arrastraba un gran número de almas, y algunos de los papas que guiaban entonces la Iglesia no se decidían a realizar aquel concilio que Carlos V pedía una y otra vez para contrarrestar las herejías y los desordenes que asolaban la Iglesia.

Carlos desembarca con su corte extranjera en una España que lo observa con profunda desconfianza. Es un adolescente que viene  a tomar posesión de una heredad que desconoce, de un pueblo que desconoce. Todavía vive su madre, Juana, en el Convento de Tordesillas, incapaz de gobernar, en compañía de una pequeña hija que mira jugar a los otros niños desde una ventana. España es fiel a Juana y rechaza a Carlos; sólo un hombre como Cisneros lograría que se erija rey a Carlos, de un modo extraño: reina y rey “gobernando”, madre e hijo. Carlos no conoce Castilla pero la tiene en la sangre. Y aquí comienza lo extraordinario de aquél hombre, que pocos años después de llegar a España era el heredero cabal de los principios de la monarquía hispánica.

En 1521, Carlos –un muchacho todavía- se enfrenta en Worms –Alemania-, ni mas ni menos, con el monje Lutero. Carlos quiere escuchar sus razones –que desconoce aún- porque sabe que la Iglesia debe ser, como lo fue en la Edad Media, salvada de toda corrupción que penetre en ella, “reformada”, sólo en ese sentido; sabe que debe  relucir verdaderamente su cuerpo y sus sacramentos, su naturaleza divina; y teme –como lo demostró la rápida adhesión de hombres de Iglesia al anglicanismo y al protestantismo- que la infección del Humanismo haya penetrado demasiado en ella. Cree entonces que va a escuchar a un hombre que se queja de este estado de cosas, y se encuentra con un hereje, con otra religión, con la doctrina de la justificación y con el desprecio profundo por los sacramentos. Lo escucha sin decir palabra. Y durante “una noche de zozobra, encerrado a solas”, como dice Menéndez Pidal, redacta el documento que  respondía a Lutero. Es su primer gran documento, no ya como rey español, sino como Emperador. Y es un papel ardiente de su puño y letra, que lo define por completo:

“Sabéis que yo desciendo de los más cristianos emperadores de la noble nación alemana, de los Reyes Católicos de España, de los archiduques de Austria, de los duques de Borgoña, todos los cuales fueron, hasta su muerte, hijos fieles de la Iglesia de Roma, defensores de la fe católica, de las prácticas y costumbres del culto, santificadas en los decretos; que todo esto me lo han legado después de su muerte y cuyo ejemplo ha sido norma de mi vida. Por tanto, estoy resuelto a perseverar en todo aquello que se ha dictado desde el Concilio de Constanza. Pues es evidente que sólo un hermano está en el error al enfrentarse con la opinión de toda la Cristiandad, ya que, en caso contrario, sería la Cristiandad la que mil y más años hubiera vivido en el error. Por tanto, estoy decidido a empeñar en su defensa mis reinos y dominios, amigos, cuerpo y sangre, alma y vida. Pues sería una vergüenza para Nos y para vos, vosotros, miembros de la noble nación alemana, si en nuestro tiempo y por nuestra negligencia entrara en el corazón de los hombres, y aunque solo fuera una apariencia de herejía y menoscabo de la religión cristiana. Después de haber escuchado aquí el discurso de Lutero, os digo que lamento haber titubeado tanto tiempo en proceder contra él. No volveré a escucharle jamás: que se respete su salvoconducto; pero de aquí en adelante le consideraré como un hereje notorio, y espero que vosotros como buenos cristianos, obraréis en consecuencia”.

Lo que Carlos dijo en Alemania fue “la manifestación más honda e importante de su juventud”, nos dice el biógrafo alemán del emperador, Carlos Brandi.

Ocho años más tarde, Carlos V se entrevistaba con el Papa Clemente VII –quien había hecho una liga con el rey francés y Enrique VIII- y “rogó a Su Santidad que, como medida muy importante y necesaria para remediar lo que sucedía en Alemania y tratar de atajar la propagación, entre la Cristiandad, de la herejía luterana, convocase y reuniese un concilio general”. El Concilio recién se abriría bajo Paulo III y verá su sesión de Clausura en tiempos de Felipe II. Su apertura, puede decirse sin ambages, se debe a la insistencia del Emperador. Y es que la vida de Carlos V está jalonada por una serie de insistencias: insiste con Francisco I para tenerlo como hermano, insiste con los monarcas y príncipes europeos para vivir en orden y volver a la fe católica, insiste con los papas para la celebración del Concilio. Por ello Carlos V se lamentaba en sus Memorias de que las conversaciones con Paulo III en 1536, otra vez a propósito de la demorada apertura del Concilio, quedaran “en agua de borrajas”. ¡Cuántos lustros desde que Lutero construyera su herejía, y no por casualidad los mejores teólogos del Concilio serían los españoles!

Veamos como explica Carlos, en el discurso de Madrid de 1528, cuando parte a entrevistarse con Clemente VII, el porqué del Concilio: “el fin de mi ida a Italia es para procurar y trabajar con el Papa en que se celebre un Concilio General en Italia o Alemania para desarraigar las herejías y reformar la Iglesia; y juro por Dios que me crió y por Cristo su hijo que me redimió, que ninguna cosa de este mundo tanto me atormenta como es la secta y herejía de Lutero, acerca de la cuál tengo que trabajar para que los historiadores que escribieren cómo en mis tiempos se levantó, puedan también escribir que con mi favor e industria se acabó. Y en los siglos venideros merecía ser infamado y en el otro muy castigado de la justicia de Dios, si por reformar la Iglesia y por destruir aquel maldito hereje no hiciese todo lo que pudiese y aventurase todo lo que tuviese”.


HERNÁNDEZ, Rosa Clara Elena: Carlos V o la salvación de la Cristiandad. En: Maritornes Nº 2, Bs. As., Nueva Hispanidad, 2002, pág. 100 - 106.


El martes 24 sale Cabildo 89.

Después de serias pesquisas, he llegado a la conclusión de que comprar la revista Cabildo en la ciudad de la Plata es un verdadero quilombo. Algunos dicen que se consigue en los kioskos de calle 7. A mi me ha resultado un dolor de... muelas. El único lugar dónde he visto que la tienen es en el kiosko de revistas de la terminal de ómnibus. Luego conviene suscribirse o trasladarse una vez por mes a Capital Federal, a la librería Huemul, por ejemplo.


Nuevo blog dedicado al Padre Castellani.

Dios los asista y perseveren en la empresa.

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miércoles, mayo 11

Una interesante enseñanza de la historia inglesa.

Pitt el Joven, o el mejor ministro de Hacienda de la historia inglesa.



Por Julio Irazusta


El hombre que ejerció durante el periodo más largo de la historia inglesa la jefatura del gobierno imperial fue Pitt el joven. Entre las cualidades que le permitieron alcanzar ese plazo de duración, luego de un lustro de inestabilidad política, desde las postrimerías de la guerra de América hasta el advenimiento del niño prodigio que fue nuestro personaje, brillaban su impecable oratoria, su austeridad ostentosa, su insuperable capacidad de maniobra parlamentaria; pero, sobre todo, su mente matemática, que le daba neta superioridad sobre sus colegas en los debates acerca de las finanzas públicas. Indudablemente no fue un gran estratego como su padre lord Chatham, el hombre que aseguró la preponderancia de Inglaterra en Europa, expulsando a los franceses de la India y el Canadá, y echó las bases del imperio mundial que sus continuadores crearon, siguiendo sus métodos, después de la perdida de los Estados Unidos. Con razón respondió su madre sin vacilar a una pregunta sobre quién había sido más grande, si su marido o su hijo, que el primero.


Pero sobre lo que no hay duda alguna entre los historiadores es que fue el mejor ministro de Hacienda de la Gran Bretaña. Su preceptor Addington le halló condiciones para descollar en las matemáticas, y en consecuencia le hizo estudiar con ahínco los Principia de Newton. Se hizo tan diestro en el manejo de los números, que sus discípulos sobre materias financieras sobresalen en la historia parlamentaria universal por su precisión y claridad, sin otro parangón posible que los del luminoso marsellés Adolfo Thiers.


No era un creador. Amigo y admirador de Adam Smith, jamás pasó de discípulo a maestro. Con una ingenuidad en la que lo acompañaban sus rivales Fox y Burke –aunque este pasó a sus filas, por motivos ideológicos, en la época de la Revolución Francesa-, creyó en el interés acumulativo del dinero, como medio de amortizar la deuda nacional. En suma, no fue por sus conocimientos técnicos que restauró las finanzas públicas desquiciadas por guerra de América sino por su acrisolada honradez.


Como la mitad del éxito en la materia depende de la confianza de la opinión en el hombre llamado a manejar el tesoro público, y él carecía de antecedentes conocidos –a no ser la famosa austeridad de su padre lord Ghatham- por tener 23 años al asumir la jefatura del gobierno, se aplicó a merecer aquella confianza, persuadiendo con hechos intergiversables la noción de su propio desinterés y honestidad. Siendo su renta de huérfano pobre, muy pequeña para un político inglés de aquella época (300 libras al año), rechazó una prebenda de 5 mil libras anuales a que tenía derecho todo primer ministro al ocupar el cargo. Mantuvo las medidas de saneamiento financiero tomadas por sus antecesores liberales a quienes había derrotado, pese a que ellas se habían establecido contra la voluntad de Jorge III que lo había nombrado ejerciendo la prerrogativa regia contra las mayorías parlamentarias. Creó el sistema de la licitación pública para la emisión de títulos de la deuda, que antes se colocaban por medio de agentes elegidos entre los favoritos del oficialismo.


Desde su primer año de gobierno terminó el ejercicio financiero con superávit en el presupuesto. Y en el lustro largo de paz en que gobernó antes de estallar las guerras revolucionarias y napoleónicas, acumuló reservas de dinero que le permitieron sostener una década de lucha gigantesca, manteniendo la convertibilidad monetaria de papel a oro, cuando todos los otros beligerantes estaban en inflación y con monedas arruinadas por los gastos militares.


Ahora bien, este excepcional ministro de Hacienda, sin disputa el mejor de la historia británica, no sabía manejar sus propias finanzas. En las postrimerías de su administración se dejó convencer de que se su rango era incompatible con la modestia de sus recursos personales. Y a la muerte de lord North (el primer ministro famoso por haber perdido las colonias americanas, como Erastótenes por haber incendiado la Biblioteca de Alejandría) aceptó la jefatura de los Cinco Puertos de que aquél disfrutaba, y cuya remuneración era de 5 mil libras anuales. Esta canonjía significaba para Pitt la renta de una gran fortuna. Pero el descuido con que siguió manejando su casa, entregada a la dirección de una sobrina medio alocada (la lady Stanhope, que fue la amante de Miranda), llegó a los mayores extremos del primer ministro en 1806, a los 45 años de edad, lo único que dejaba como herencia eran deudas. Por 45 mil libras, que por voto unánime del Parlamento fueron pagadas por el Estado, sin olvidar a sus legítimos herederos, favorecidos con suculentas pensiones, entre las cuales la más cuantiosa se asignó a lady Stanhope.


Estos hechos plantean el problema de saber si es aconsejable que los ministros de Hacienda –que hoy se llaman de Economía- sean o no hombres de fortuna personal, de quienes los franceses dicen que tienen la bosse des affaires, o sea la circunvolución cerebral de los negocios. La experiencia histórica parece probar que el espíritu de lucro personal, desarrollado al extremo, no es muy compatible con el honrado manejo de las finanzas. Otro de los famosos ministros de Hacienda británico, Godolphin, que actuó a principio del siglo XVIII, como Pitt al final, se le asemeja en que no lucró con la función pública: teniendo una fortuna de 10 mil libras al ocupar el cargo, dejó a sus herederos una suma igual, después de diez años de administración ejemplar. Por el contrario, los hombres que llevan de frente el manejo de las finanzas públicas con la gestión de sus negocios personales suelen ser ministros prevaricadores y arruinadores de sus países.


Es muy difícil que un hombre dotado del espíritu de lucro, incluso aquel que se haya enriquecido por medio ilegítimos, tenga a la vez el absoluto desinterés indispensables para el recto y limpio del tesoro público. Puede darse el caso, pero como excepción rarísima.


Con la complicación de los negocios en las sociedades de economía compleja, altamente desarrolladas, se ha vuelto común que los gobiernos apelen a los capitanes de la industria para el Ministerio de Hacienda, como es frecuente verlo en los últimos tiempos en los Estados Unidos; presidentes y secretarios de Estado, inmensamente ricos antes de llegar a los primeros cargos de la administración, se portan correctamente. Pero allí los intereses de los plutócratas coinciden con los de la nación, y aquellos adquirieron en el largo ejercicio de la conducción nacional, en una empresa afortunada, cierto sentido aristocráticos del servicio desinteresado, como lo muestra la práctica que se ha impuesto como una consuetuda política para esos casos: los hombres de negocios, o de gran fortuna heredada, favorecidos por el honor de la función pública, liquidan sus bienes al asumir el cargo –como Kennedy o Wilson- para invertir todo lo que tienen en títulos de la deuda nacional, a correr la suerte de los administrados, según sea la tendencia favorable o adversa que ellos mismos imprimieron a la administración nacional.


La experiencia argentina no abona la conveniencia de llamar a los hombres triunfantes en los negocios privados para dirigir las finanzas públicas. No se sabe de ninguno que haya imitado el ejemplo de liquidar todos sus bienes para colocarlos en títulos de la deuda nacional. Los más de ellos salieron de ese almácigo de personeros de la finanza internacional que nos expolia por su intermedio, gobierno invisible cuya venia es lo único que entre nosotros permite acceder a la gran fortuna. O que incorporaron a esa oligarquía de servidores del interés privilegiado extranjero que hace aquí las veces de clase dirigente. Y entre todos han fabricado la crisis aparentemente insoluble –que cada uno de ellos se empeña en agravar- en la cual los conductores de la economía argentina han mostrado cómo se puede hacer de la bancarrota nacional una fuente de riqueza privada.


Azul y Blanco, Buenos Aires, 2ª. época, 22 de julio de 1966.

IRAZUSTA, Julio: Pitt el Joven, o el mejor ministro de Hacienda de la historia inglesa. En: Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, Bs.As., Nº 56 (extraordinario), Julio – Septiembre 1999, pp. 39-43.