por
Enrique Díaz Araujo *
Si
simples eran las motivaciones de la Autonomía, más singulares y elementales
fueron las de la Independencia.
De
nuevo: veamos.
El
antiguo profesor de la Universidad de Harvard, Clarence Haring, nos explica
que:
“…
de no haber surgido la circunstancia de las guerras en Europa, y de haber
existido la posibilidad de que Fernando VII, después de su restauración hubiera
acordado a sus súbditos una moderada libertad política y económica, el imperio se habría conservado, al
menos por un tiempo.
Las
guerras de la independencia fueron esencialmente
guerras civiles. Uno de los rasgos más llamativos de todo el movimiento fue
la prueba de lealtad a España, que dio gran parte de la población. En muchas
regiones, el núcleo de las fuerzas realistas estaba constituido por
hispanoamericanos…
En
un principio, la mayoría de los criollos que tomaron y condujeron los
movimientos revolucionarios no se
mostraron propensos a romper por completo con España. Fácilmente podía
haberse llegado a una reconciliación, otorgándose un tratamiento justo y
razonable y adecuadas concesiones de autonomía…
Se
convirtió gradualmente en un
movimiento contra la autoridad española por la fuerza de las circunstancias
imperantes en Europa”.
Sí;
así es.
La
independencia surgió de las pugnas entre peninsulares para otorgar mayor o
menor poder al Rey y del interés de la Restauración francesa en evitar
reiteraciones más o menos revolucionarias en sus fronteras. Pero, sobre todo,
nació de la personalidad del rey restablecido en el trono, un sujeto digno de
estudios psiquiátricos, quién de haber sido el “deseado”, cuando estaba preso
en Valencay (donde se dedicaba a tejer calcetas), pasó a ser el “odiado”, tanto
en la Península como en América. Si el adjetivo “estúpido” le cabe a un gobernante,
ése tal fue Fernando VII (Napoleón Bonaparte había descrito la familia real
española, esto es, a la Reina María Luisa, al rey Carlos IV, y al Príncipe de
Asturias, Fernando, con estas palabras: “la madre era adúltera, el padre
consentido, el hijo traidor”).
Y,
pues, fue ese mismo Fernando VII quien, el 30 de mayo de 1816, ordenó la
expulsión del ministro argentino plenipotenciario Bernardino Rivadavia quien
había ido a rendirle pleitesía. Datos anteriores y similares a éste, conocidos
en el Río de la Plata, provocaron la Declaración del 9 de Julio de 1816, de
Tucumán.
Cual
lo había adelantado en un sermón patriótico, fray Francisco de Paula Castañeda,
el 25 de mayo de 1815:
“Diremos,
que si el mal aconsejado Fernando no quiere unirse con sus leales vasallos, él
mismo es el que, cual otro Roboam, se ha dado a sí mismo la sentencia, y no es
regular que lloremos mucho, porque tal sentencia se cumpla y se ejercite;
diremos que Fernando VII… que rehúsa nuestros homenajes con melindre desdeñoso,
para que en adelante lo tratemos con desprecio. Diremos, que si este mal
aconsejado joven le desagradó tanto nuestra lealtad, busque vasallos desleales,
que los encontrará en la Península a millares y millones. Diremos, que el
haberlo reconocido y jurado cuando estaba preso en Francia, no fue más que un rasgo de generosidad americana, y que
al ver su indigesta y cruda ingratitud,
no queremos continuarle por más tiempo un obsequio tan indebido”.
Estólida
ingratitud hispana ante la generosidad americana: causa de la Independencia.
Quienes
no habían tenido que esperar al desenvolvimiento de las potencialidades
negativas encerradas en los talentos borbónicos, fueron dos hombres que
conocían de cerca la escandalosa intimidad de esa Casa Real. Nos referimos,
claro está, a Simón Bolívar (que había estado en la guardia de corps, junto a
Mallo y a Godoy, amantes de la Reina María Luisa) y José de San Martín (cuyo
hermano Justo Rufino también había sido oficial de aquel regimiento de
favoritos de la Reina). Esos dos hombres principales que, con Agustín de
Iturbide, conforman el trío de Libertadores de América, no habían alentado
ninguna ilusión acerca de la evolución favorable de la postura autonómica. En
consecuencia, ellos fueron los anunciadores, adelantados y ejecutores de la
Independencia.
Queremos
subrayar que fueron ellos, y no los denominados “precursores”, que tan sólo
estaban interesados en las “reformas” (religiosas) del sistema español, los
artífices de la Independencia. Los “precursores” (del tipo de Mariano Moreno)
querían cortar con la Madre Iglesia, no con el Padre Rey.
San
Martín no hacía un secreto de su opinión sobra la conducta española – “España
se halla reducida al último grado de imbecilidad y corrupción”: Proclama a los
habitantes del Perú, 13.11.1818, y Bolívar menos, al punto que estaba dispuesto
a llevar una “guerra a muerte” a los “godos”, si se empeñaban en rechazar la
emancipación americana. Pues, antes y después de la restauración de Fernando
VII, absolutistas y liberales peninsulares combatieron por igual la
independencia americana. Especialmente enemigas de América fueron las Cortes
liberales de Cádiz, que sancionaron la Constitución laicista de 1812. Luego,
hubo guerra, decidiéndose la suerte de las armas en Ayacucho, el 9 de diciembre
de 1824. Hecho memorable que, un siglo después, hizo decir al poeta Leopoldo
Lugones que las espadas de los granaderos nos dieron “lo único enteramente
logrado que tenemos hasta ahora, y es la Independencia”.
Independencia
tuvimos, sin ayuda de nadie, gracias al valor y al coraje de nuestros bravos
paisanos. Y eso es algo de lo que siempre deberemos enorgullecernos, repitiendo
aquellas estrofas originales del Himno: “se levanta a la faz de la tierra una
nueva y gloriosa Nación”.
Lo
importante, didácticamente, es que se eviten confusiones. Así, Mayo es Autonomía
(no: “Libertad”, ni “Revolución”, por lo menos si a lo acontecido en la Semana
del 18 al 25 de mayo de 1810, se le pretende adjudicar una motivación
ideológica), y Julio es Independencia. E “Independencia” supuso contar con una
Nación Soberana (donde los elementos de “pueblo”, “territorio”, “religión” y “costumbres”
preexistían, pero formando parte de otro Estado). Desde el 9 de julio de 1816
existió la Nación Argentina, para la cual el poeta Francisco Luis Bernárdez
cantó las estrofas siguientes:
“Dios la fundó sobre la
Tierra para que hubiera menos hambre y menos frío.
Dios la fundó sobre la
Tierra para que fuera soportable su castigo.
Podemos dar gracias al
Cielo por la belleza y el honor de su destino.
Y por la dicha
interminable de haber nacido en el lugar donde nacimos.
La patria vive
dulcemente de las raíces enterradas en el tiempo.
Somos un ser indisoluble
con el pasado, como el alma con el cuerpo.
Dios la fundó sobre la Tierra
para que hubiera menos llanto y menos luto.
En las tinieblas de la
Historia la Cruz del Sur le dicta el rumbo más seguro.
Ninguna fuerza de la
Tierra podrá torcer este designio y este rumbo”.
Digamos,
por fin, que aquél de otrora fue un designio combatiente; actitud que siempre
debiera estar vigente. Para lo cual, para mantener la bandera realmente izada,
en estas épocas de globalización esclavizante, deberíamos quedar obligados a
permanecer doblemente atentos y vigilantes. Tal cual lo indicaba el poeta
Carlos Obligado, al recordarnos, en 1943:
“Mas, ved, que el campo
es de aluvión, inmenso.
Y el cardo amaga entre
la mies fecunda;
Y en este mundo, a la
abyección propenso,
Oro socava lo que acero
funda”.
*
Aquello
que se llamó la Argentina. Mendoza, El Testigo, 2002, pp. 26 – 31.